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Esperanza y Sanación

Carta Pastoral de los Obispos de California
sobre los cuidados para las personas que sufren de enfermedades mentales
y dirigida a todos los católicos y personas de buena voluntad

Como pastores y obispos, entendemos que la salud mental, forma parte fundamental del bienestar.  Por lo tanto, servir a las personas que sufren de alguna enfermedad mental, es parte esencial de los cuidados pastorales de la Iglesia. Esta carta representa una declaración de los obispos católicos, en consulta con personas que sufren de enfermedad mental, sus familiares y seres queridos, profesionales de la salud, y los que les brindan cuidados. Reconocemos y agradecemos a nuestros colaboradores: pacientes, familias, profesionales de la salud mental, y agentes de la atención pastoral—que ayudaron con esta declaración.

Como pastores y obispos, estamos profundamente preocupados con la desgarradora prevalencia de las enfermedades mentales en nuestra sociedad y estamos tomando medidas para abordar esta forma trágica de sufrimiento y aflicción.  Aunque no es tan aparente y conocida, como los problemas médicos en general, la enfermedad mental es igualmente importante y es singularmente desafiante y pesada. Ésta azota el alma humana profundamente, impactando e influyendo los pensamientos, emociones y comportamientos de una persona, y de ese modo afectando todos los aspectos de la vida de su entorno social: su trabajo y reposo, su vida familiar y relaciones, su vida espiritual y su relación con Dios.

No tenemos que ir muy lejos para encontrarnos con nuestros hermanos y hermanas que luchan con la enfermedad mental. Incluso los que no tienen problemas serios de salud mental, pueden, hasta cierto grado, comprender la experiencia de las personas que sí los tienen. Pues ninguno de nosotros está completamente exento de momentos de ansiedad, angustia emocional, pensamientos preocupantes o molestos, o fuertes tentaciones.  Todo ser humano ha sido psicológicamente herido por los efectos del pecado original y acosado por las debilidades y vulnerabilidad humana. Reconocemos que el tener una enfermedad mental seria o crónica, es una experiencia única y no se le debe restar importancia; Pero cuando abordamos esta cuestión, debemos superar la actitud de “nosotros” y “ellos”, la cual nos separa el uno del otro. Cualquier persona podría sufrir problemas de salud mental, algunas requiriendo atención clínica o ayuda de forma especial.  Incluso las personas que atienden las necesidades de otros, incluyendo los pastores de la Iglesia, son “sanadores heridos”: cada uno de nosotros es imperfecto ante Dios y estamos necesitados de la gracia redentora de Cristo.

  1. Cristo nos llama a atender a las personas que sufren enfermedades mentales y a proveer esperanza y sanación. En el Antiguo testamento, el profeta Isaías hablaba del Mesías que traería esperanza al pueblo de Dios, un salvador que les ayudaría en su aflicción: “No temas, pues yo estoy contigo; No te angusties, pues yo soy tu Dios; Yo te fortalezco y te ayudo, y te sostengo con mi brazo victorioso” (Isaías 41,10). El evangelio de Mateo relata cómo Jesús sanaba innumerables aflicciones del cuerpo, mente y espíritu: “Su fama llegó a toda Siria; Y le trajeron a todos los que se sentían mal, afligidos por enfermedades y sufrimientos diversos, endemoniados, epilépticos y paralíticos, y él los sanó” (Mateo 4,24).

La vida pública de Cristo era un ministerio de sanación y esperanza. Como católicos, a imitación de nuestro Señor, hemos sido llamados a proveer sanación y esperanza a los demás. Profesamos que toda vida humana es sagrada, que todas las personas son creadas a imagen y semejanza de Dios y, por lo tanto, la dignidad y valor de una persona no puede disminuirse por ninguna condición, incluyendo la enfermedad mental. Creemos que toda persona bautizada, tiene dones únicos que ofrecer y tiene un lugar en la Iglesia; El Cuerpo de Cristo. Por tanto, todos hemos sido llamados a asistir a aquellos en medio de nosotros, que sufren física o mentalmente; Nos comprometemos a colaborar con las familias y seres queridos, los profesionales de la salud mental, las organizaciones comunitarias, y todas las personas e instituciones que participan en esta importante labor.

“Cualquier persona que sufra, alguna enfermedad mental, siempre lleva impresa la imagen y semejanza de Dios; Y tiene el derecho inalienable de ser considerada una persona y tratada como tal”

-Santo Papa Juan Pablo II

Las personas que padecen alguna enfermedad mental a menudo sufren en silencio, ocultas y sin ser reconocidas por los demás. Consideren este marcado contraste: la persona con una enfermedad—como el cáncer—generalmente recibirá una efusión de solidaridad y apoyo de su parroquia y comunidad; Una persona diagnosticada con una enfermedad mental—como la depresión, la ansiedad paralizante, o un trastorno bipolar—frecuentemente experimenta aislamiento y carece de apoyo, y a menudo, el injusto estigma social de padecer una enfermedad mental. Esto no debería suceder en nuestras comunidades cívicas, y no debe ser así, en nuestras comunidades católicas. Aquellos que viven con una enfermedad mental jamás deben llevar esta carga solos, ni tampoco sus familiares que luchan heroicamente para ayudar a sus seres queridos. Nosotros, los cristianos, debemos ir a su encuentro, acompañarlos, consolarlos, y ayudarlos a sobrellevar sus cargas en solidaridad con ellos—ofreciendo nuestra comprensión, ayuda tangible y nuestra continua oración.

Tengo una certeza dogmática: Dios está en la vida de cada persona. Dios está en la vida de todos.  Incluso, si la vida de alguien ha sido un desastre, aunque haya sido destruida por los vicios, las drogas o cualquier otra cosa—Dios está en la vida de esta persona. Ustedes pueden y deben, tratar de buscar a Dios en toda vida humana. Aunque la vida de una persona sea un terreno lleno de espinas y malezas, siempre hay un espacio donde puede crecer la semilla buena. Tienen que confiar en Dios”

-Papa Francisco

  1. El alcance y el peso de la enfermedad mental en nuestra sociedad es enorme. De acuerdo al Instituto Nacional de la Salud Mental (National Institute of Mental Health), uno de cada cinco adultos en los EE.UU. ha sufrido algún trastorno mental en el último año y casi 10 millones de adultos estadounidenses (uno de cada 25) padecen alguna enfermedad mental que es lo suficientemente severa para causar grave deterioro funcional.  Extensamente, el 20 por ciento de los adolescentes actualmente tiene, o previamente tuvo, un desorden mental gravemente debilitante.  Los desórdenes mentales, neurológicos, y de abuso de sustancias, son singularmente la fuente principal de discapacidad en los EE.UU., representando casi el 20 por ciento de toda discapacidad.[i]

La sociedad estadounidense está presenciando crecientes porcentajes de depresión y ansiedad que impactan de manera desproporcionada a la gente joven. En los últimos años, también ha habido un aumento alarmante en los porcentajes de suicidio, entre hombres y mujeres de casi todas las edades. Acompañando esta crisis de muertes por suicidio, estamos presenciando un asombroso incremento en el número de muertes relacionadas con el alcohol y por sobredosis de drogas—las que ahora se denominan colectivamente “muertes por la desesperación”.[ii]  Estas inquietantes tendencias repercuten seriamente en los individuos, familias y en nuestra sociedad. Estas crisis de nuestro tiempo representan un llamado urgente a los católicos, al cual nosotros debemos responder.

Además, tampoco podemos descuidar el grave problema de la adicción y no podemos olvidar o abandonar a las personas que luchan para librarse del abuso de drogas o la dependencia del alcohol. Las adicciones a menudo van de la mano con los trastornos del estado de ánimo, la esquizofrenia, u otras enfermedades mentales, y en la recuperación se requiere atender ambos problemas. Las personas heridas por una pérdida desgarradora, abuso, negligencia o una soledad abrumadora, también pueden encontrarse propensas a la esclavitud de la dependencia de sustancias u otros comportamientos adictivos.

En este contexto, debemos reconocer los abrumadores estragos, de la actual crisis por la dependencia en los opioides.  Aunque debemos ocuparnos de todas las formas de adicción, es imperativo reconocer que la ola destructiva de la dependencia en los opioides y su sobredosis, es la peor de las crisis relacionadas a las drogas que nuestro país, jamás haya enfrentado, tanto en términos de mortalidad, como de morbilidad global. Desde 1999, el número de muertes por sobredosis de opioides se ha cuadruplicado.[iii]  La sobredosis de drogas, es ahora la causa principal de muerte para los estadounidenses menores de 50 años.[iv]  Aunque este enorme y complejo problema no se arreglará con una solución simple o preestablecida; Debemos adquirir la voluntad colectiva para abordar esta crisis, motivados por nuestro deseo cristiano, de que prevalezca la justicia y el amor a nuestro prójimo.  Recordemos que siempre hay una manera de seguir adelante—siempre existe la esperanza para cada persona—independientemente de qué tan extremas puedan parecer las circunstancias.

Otro trágico ejemplo de un problema relacionado que se ha extendido, es la epidemia de la soledad profunda.[v]  Esta preocupante corriente se ha empeorado, por la ruptura familiar, la fragmentación de la vida social, y la tendencia a compartimentar  nuestras vidas y aislarnos, mediante el mal uso de las nuevas tecnologías.  Esto acarrea considerables repercusiones negativas en nuestra salud física y mental.  Estas corrientes sociales imparten mayor urgencia a la misión de evangelización de la Iglesia, nuestra labor de apoyo a la vida familiar, y el desarrollo infantil temprano, así como nuestro acercamiento a los que se encuentran en las periferias.  Asimismo, debemos brindar atención especial a las personas solteras, viudas, divorciadas o socialmente marginadas.

Un psiquiatra relata el caso de una mujer católica casada, con varios hijos y nietos, que había sufrido de un cáncer de seno que amenazó su vida y también había pasado por una depresión severa. Ella le dijo en cierta ocasión que, si le hubieran dado la opción, elegiría el cáncer antes que la depresión, ya que la depresión le causó un sufrimiento más intenso. Aunque se curó del cáncer, ella murió trágicamente por suicidio, relacionado a su depresión severa.

 

  1. No se debe estigmatizar o juzgar a las personas que sufren alguna enfermedad mental. Para muchas personas, la enfermedad mental representa una carga continua y de toda la vida. Proclamamos claramente que no hay que avergonzarse por recibir un diagnóstico de un desorden psiquiátrico, y afirmamos la necesidad de educar a nuestras comunidades para eliminar el injusto prejuicio y estigma, a menudo asociado a la enfermedad mental. Los católicos deben ser los primeros en dar testimonio de la verdad sobre la dignidad de toda persona humana, de tal manera que se viva en amor y solidaridad con nuestro prójimo. Reconocemos que cada uno de nosotros es un “recipiente de barro” (2 Cor. 4,7), de cuerpo y mente frágil. Sin embargo, cada uno de nosotros, aun así, es amado por Dios nuestro Padre, siempre aptos para ser sanados espiritualmente y colmados de la gracia santificante de Dios.

La enfermedad mental no es un fracaso moral ni un defecto de carácter. El hecho de padecer un trastorno psiquiátrico, no es señal de una fe insuficiente o voluntad débil. La fe cristiana y la práctica religiosa no vacunan a la persona contra la enfermedad mental. De hecho, hombres y mujeres de sólida integridad moral y santidad heroica—desde Abraham Lincoln y Winston Churchill hasta Sta. Teresita del Niño Jesús, San Benito José Labre, Sta. Francisca de Roma, y Sta. Josefina Bakhita—padecieron trastornos mentales o graves heridas psicológicas. Como dijo el pastor evangélico, Rick Warren, de la Iglesia Saddleback, que perdió a un familiar por suicido: “tu química biológica no es tu carácter” y “tu enfermedad no es tu identidad”.

Es evidente que la enfermedad mental es fuente de profundo sufrimiento para muchos.  Como católicos, tenemos una singular perspectiva sobre el problema del dolor: el sufrimiento, en última instancia, es un misterio, y no comprendemos completamente por qué sufrimos. No obstante, como cristianos, creemos que el sufrimiento y la muerte de Cristo en la cruz, le da sentido a nuestra angustia. Nuestra fe católica no promete una vida libre de sufrimiento o aflicción.  No debemos esperar que la oración, la lectura de las Escrituras, o los sacramentos, curen nuestros desórdenes mentales o alivien todo sufrimiento emocional.  Aunque la fe cristiana y la vida sacramental de la Iglesia, nos ofrecen la esperanza y la fortaleza espiritual para soportar cualquier sufrimiento, que Dios permita, reconocemos que no se pueden evitar todas las aflicciones y no se pueden curar todas las enfermedades.  Entonces, tenemos el deber, como cristianos, de tender la mano a los enfermos, de acompañarlos, y de hacer todo lo que podamos para sanar o disminuir su sufrimiento. Como el Cuerpo de Cristo, tenemos el llamado de ayudar a aliviar las penas que surgen de los padecimientos mentales.

  1. La Iglesia, los profesionales del cuidado de la salud, y los investigadores científicos, deben colaborar para mejorar los servicios para la salud mental. Nosotros, los Obispos, hacemos un llamado a nuestros hermanos y hermanas en Cristo, para que sean fuentes de esperanza, fortaleza y sanación para aquellos que luchan con la enfermedad mental o adicción, y para sus familiares y personas que les brindan cuidados. Nos comprometemos a aportar a estos empeños a través de los cuidados pastorales, recursos y obras de misericordia de la Iglesia. Nosotros, por consiguiente, reconocemos y aplaudimos la cantidad de programas innovadores, iniciados en nuestras parroquias, con la finalidad de asistir a las personas con enfermedades mentales y a sus familiares.  Incluimos en esta carta enlaces (http://www.cacatholic.org/resources/mental-health) a recursos y programas que sirven como modelos para nuestras parroquias y comunidades. Éstos son un buen punto de partida. También hacemos un llamado a cada uno de ustedes, para que, con sus talentos, conocimientos, energía y dedicación, contribuyan a iniciativas nuevas y creativas que puedan abordar estas cuestiones desafiantes.

¿Cómo podemos cada uno de nosotros empezar a participar en estos esfuerzos? Cada persona tiene algo que puede aportar, incluyendo las personas sin experiencia profesional o pastoral en la atención para la salud mental.  En el 2003, el Santo Papa Juan Pablo II presentó un discurso acerca del tema de la depresión. Sus comentarios pueden aplicarse a todos los que luchan con una enfermedad mental, a sus seres queridos, y a las personas que los cuidan. Él señaló que la depresión “es siempre una prueba espiritual”.  Al decir esto, no es que estuviera negando que la enfermedad mental tiene causas biológicas o médicas (que sin duda las tiene); Más bien, estaba reconociendo que la enfermedad mental también repercute en nuestra vida espiritual de formas singulares: “A menudo, la enfermedad va unida a una crisis existencial y espiritual, que lleva a no percibir ya el sentido de la vida”. Acto seguido, recalcó como los profesionales y no profesionales, motivados por la caridad y compasión cristiana, tienen el llamado de ayudar a aquellos con una enfermedad mental: “El papel de los que cuidan a la persona deprimida, y no tienen una tarea terapéutica específica, consiste sobre todo en ayudarle a recuperar la estima de sí misma, la confianza en sus capacidades, el interés por el futuro y el deseo de vivir. Por eso, es importante tender la mano a los enfermos, ayudarles a percibir la ternura de Dios, integrarlos en una comunidad de fe y de vida donde puedan sentirse acogidos, comprendidos, sostenidos, respetados, en una palabra, dignos de amar y de ser amados”. [vi]  Todos nosotros podemos aportar nuestros dones y talentos únicos a esta importante obra.

Es hora ya de construir puentes entre la ciencia y la religión, los cuidados de la salud y la atención pastoral.[vii]  Los miembros del clero y profesionales de la salud, las familias y los promotores de la salud mental, deben colaborar entre sí, para fomentar un enfoque de “ambas y” en vez de “o una, o, la otra” a la sanación psicológica y espiritual.  Recibimos con beneplácito, y alentamos los avances en la ciencia y medicina. También reconocemos que, a pesar de sus logros admirables, la ciencia y la medicina por sí solas, no pueden proveernos todas las soluciones a los problemas que plantea la enfermedad mental. En efecto, la ciencia no puede contestar nuestras preguntas humanas más profundas y más desconcertantes: ¿Por qué estoy aquí?  ¿Qué propósito tiene mi vida? ¿Por qué he sufrido esta pérdida? ¿Por qué está permitiendo Dios esta terrible enfermedad? Éstas son, en el fondo, preguntas religiosas que no se pueden ignorar o reprimir.  Como escribió San Agustín: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti”. La fe cristiana ofrece la esperanza segura, que responde a nuestros más profundos anhelos—que se puedan perdonar nuestros pecados, que estemos reconciliados con Dios y mutuamente entre nosotros, y que incluso en esta vida, con toda su adversidad y dolor, aún podamos encontrar alguna medida de alegría y paz.

Algunos cristianos albergan sospechas sobre la psiquiatría o psicología clínica y cuestionan su compatibilidad con la fe católica.  Es necesario usar el discernimiento, ya que no todos los enfoques psicológicos que afirman ser “científicos” en realidad tienen pruebas sólidas que los avalen. Sin embargo, la ciencia con bases sólidas, que reconoce la vida y dignidad de las personas, y la fe católica, nunca son incompatibles. La ciencia médica ha descubierto muchos tratamientos provechosos para ayudar a los que padecen de enfermedad mental, y los católicos deben acogerlos y aprovecharlos—incluyendo medicamentos, psicoterapia, y otras intervenciones médicas.

A su vez, no podemos desatender el papel de la atención pastoral y la dirección espiritual.  La vida sacramental de la Iglesia, especialmente la recepción frecuente de la Eucaristía, el Sacramento de la Unción de los Enfermos, y el Sacramento de la Reconciliación, brindan la gracia y fortaleza espiritual a todos los que los reciben, y particularmente a los que sufren mental o físicamente. Ciertamente, hay un creciente volumen de investigación científica que demuestra los beneficios para la salud que tienen las prácticas como la oración y meditación, el culto religioso, la participación en actividades religiosas, en grupos y comunidades, y la cultivación de las virtudes cristianas como la gratitud y el perdón. Estas prácticas espirituales—aunque no previenen o curan completamente la enfermedad mental—pueden reducir el riesgo de problemas de salud mental y pueden ayudar a la recuperación.[viii]  La medicina moderna está redescubriendo que existe un vínculo profundo entre el cuerpo y el alma: lo que afecta a uno, afecta profundamente al otro.

Por consiguiente, las comunidades de fe deben trabajar mano a mano con la comunidad médica y los investigadores científicos, en la búsqueda de mejores tratamientos. Ya que toda verdad proviene de Dios, las verdades de la ciencia y medicina, debidamente comprendidas, y las verdades de la fe católica, debidamente interpretadas, jamás se contradicen entre sí. La ciencia y la fe, los servicios de salud mental y la atención pastoral, pueden y deben mantener un diálogo; Debemos trabajar unidos. En este contexto, reconocemos las contribuciones notables para la salud mental, y para la prosperidad de los individuos y de la sociedad, que se siguen realizando por la labor de las instituciones católicas de servicios de salud y Caridades Católicas. Agradecemos a todos los profesionales y voluntarios dedicados, que contribuyen a los servicios de salud mental en nuestros hospitales católicos, clínicas y centros de cuidados y a la vez, reconocemos, que nuestras iniciativas siempre se pueden mejorar. Nuestro modelo de sanación es siempre Jesucristo—el médico divino—quien, con gran ternura, compasión, y solicitud, se acerca a nosotros y venda nuestras heridas.  Como a Cristo, se nos llama a cuidar a la persona en su integridad: cuerpo, mente, y espíritu.

  1. Debemos conocer y atender a los necesitados donde se encuentren. Para llegar a los que luchan con la enfermedad mental, debemos reforzar el papel de las comunidades parroquiales y también ir más allá de nuestra zona de confort y familiaridad. Los ministerios de la Iglesia deben fortalecer nuestro enfoque de apoyo a las familias y un sano desarrollo infantil—a la vez que también se atiende a las personas solteras, viudas, divorciadas, o solas. Fijamos nuestra mirada en Dios nuestro Padre, Jesús nuestro Hermano, y María nuestra Madre, como ejemplos de amor incondicional y aceptación. Nuestras iniciativas deben promover diligentemente, la prevención y los ideales para vivir una vida sana en las familias y comunidades. Donde algunas culturas o comunidades reprimen o ignoran las cuestiones de la salud mental, debemos ayudarlos a reconocer la realidad de la enfermedad mental y a abrirse a los recursos disponibles para asistirlos y sanarlos.

Igualmente, importante, el Papa Francisco anima a los católicos a que no permanezcan seguros detrás de las puertas de nuestras parroquias, sino que se acerquen a todos, especialmente a los marginados y olvidados. Las personas que sufren de enfermedades mentales severas y persistentes son, entre los miembros de nuestra sociedad, las más incomprendidas, ignoradas, e injustamente estigmatizadas. Para ellos, nuestras comunidades y parroquias deben ser lugares de refugio y sanación, no lugares de rechazo o donde son juzgados. Nuestras obras apostólicas deben siempre llevarnos a los que se encuentran en las periferias de la sociedad: debemos aventurarnos a salir a los márgenes, en vez de esperar a que vengan a nosotros los marginados.

Este acercamiento debe ser proactivo en vez de reactivo; Manejar las crisis es solamente un componente. Éste, debe ser un ministerio de presencia y acompañamiento—un esfuerzo continuo de buscar e involucrar a los que sufren, dondequiera que se encuentren.  También es una labor de educación y aprendizaje: de ver, escuchar y entender las experiencias de los que sufren. Las personas que viven con enfermedad mental, saben mejor que nadie, cómo es esta experiencia; Deben ser más que destinatarios pasivos de la pastoral de otros.  Los que han progresado en el camino hacia la recuperación—con todas sus pruebas y dificultades—tienen también el llamado a servir como un medio de apoyo para el prójimo. Con su ejemplo, amistad, y estímulo, pueden ayudar a otros a descubrir la alegría y la paz.

Los enormes costos financieros, físicos, y espirituales de promover la salud mental debe asumirlos la comunidad cristiana entera, además de toda persona de buena voluntad. Todos somos responsables. A pesar de todas las personas e instituciones que proveen servicios de salud mental, el sistema de servicios de salud mental en California, se ha deteriorado.  Estamos fallando a nuestros hermanos y hermanas, y a sus familias. Nuestras cárceles y prisiones—y desde luego, las calles de nuestras ciudades—están llenas de personas que sufren de enfermedades mentales. Tristemente, las prisiones se han convertido en los centros de servicios de salud mental más grandes del país: un 10 al 25 por ciento de las personas encarceladas, actualmente padecen alguna enfermedad mental seria, comparado al cinco por ciento de la población general.[ix]  Aproximadamente una tercera parte de las personas sin hogar, luchan con trastornos mentales serios. Esto es inaceptable.  Es deber de los católicos, participar en iniciativas para encontrar soluciones más humanas y equitativas.

A la vez, la labor de cuidar a los enfermos mentales, se extiende más allá de nuestras instituciones y centros—ya sean los hospitales, clínicas, centros de cuidados a largo plazo, o tristemente, las prisiones y cárceles—y abarca a nuestras comunidades, parroquias, vecindades, y hogares. Esto implica arremangarnos e involucrarnos en las vidas de los demás[x]: ayudándoles, acompañándoles, comprendiéndoles, y así mostrarles el amor de Jesucristo. Los obispos, sacerdotes, y diáconos, deben mantenerse cerca de los verdaderos problemas cotidianos de la gente común, estar disponibles y siempre listos para ayudar.  Así, como al Papa Francisco, le gusta decir al clero: “los pastores deben oler a oveja”.

El Papa habla frecuentemente de crear una “cultura de encuentro,” donde ya no pasemos de prisa junto a la gente, sin mirarla o sin reconocer cómo podrían estar luchando o sufriendo.  Es fácil hacer esto con los que sufren de depresión o ansiedad, adicciones o trauma psicológico, soledad o aislamiento.  Nosotros, los cristianos, tenemos que llegar a conocer a las personas, entablar una amistad con ellas, escucharlas generosamente, caminar con ellas. Esto, no porque tengamos todas las respuestas a sus problemas o podamos curar todas sus aflicciones, sino sencillamente porque estos encuentros—estos pequeños actos de amor y compasión, comprensión, y amistad—son precisamente lo que las personas más necesitan. Los actos de amor pueden empezar con detalles pequeños, como sencillamente orar con las personas afligidas. La oración es una fuente potente de sanación y paz. Algunas parroquias están enseñando, a equipos de personas en sus parroquias, a estar disponibles para orar con la gente; Podría significar una gran diferencia el hecho de avanzar, de orar por las personas, a orar con ellas.

Reconocemos que estas iniciativas, por parte del clero y los laicos, podrían, en ocasiones, ser obstaculizadas por el temor de involucrarse e interactuar con los que padecen de una enfermedad mental. El comportamiento impredecible o inusual, que podrían exhibir las personas con desórdenes mentales, sin tratamiento, podría desencadenar estos temores, lo cual hace más difícil reconocer la humanidad común que compartimos. Cuando dichos temores nos inhiben, recordemos la actitud de Cristo para con los rechazados o marginados por la sociedad. El Evangelio proclama que la gracia de Dios sana y supera nuestros temores. Consideren las palabras de Jesús a sus discípulos: “Mi paz les dejo; Mi paz les doy; La paz que yo les doy no es como la que da el mundo.  Que no haya en ustedes angustia ni miedo” (Juan 14,27).  Consideren también las palabras de San Juan: “No hay temor en el amor; Sino que el amor perfecto expulsa el temor” (1 Juan 4,18).  En algunos casos, cuando existen preocupaciones relativas a la seguridad, particularmente cuando se trata de proteger a niños, es prudente que los miembros de la congregación asignen un acompañamiento, hasta que se pueda determinar que el ambiente es completamente seguro. Sin embargo, esto no debe ser un impedimento o prevenir nuestro acercamiento o el encuentro amoroso al cual Cristo nos llama.

  1. Las personas impactadas por el suicidio necesitan nuestra respuesta compasiva. Por último, a nosotros los Obispos, nos gustaría abordar la desgarradora tragedia del suicidio, particularmente entre los jóvenes, y ofrecer una palabra de consuelo a todas las personas que han perdido a un ser querido por suicidio. Tristemente, el suicidio es ahora la segunda causa principal de muerte entre los adolescentes y adultos jóvenes, y la décima causa principal de muerte, en general, en los Estados unidos. Esto equivale a más de 42,000 muertes por año.  Detrás de cada una de estas asombrosas cifras, se encuentran familias profundamente impactadas y cambiadas para siempre. Sabemos que la mayoría de muertes, por suicidio, están relacionadas a la enfermedad mental severa, como lo es la depresión grave, la esquizofrenia, o la enfermedad bipolar.[xi]  Las personas que han perdido a un ser querido por suicidio, así como las que tienen a seres queridos que no tienen hogar, o que están encarceladas, como resultado de la enfermedad mental, sufren penas especialmente dolorosas y necesitan, de manera particular, nuestra compasión y apoyo.

Por razones que van más allá de nuestra comprensión, algunas personas sufren de enfermedades mentales serias, que resultan difícil de tratar o imposible de curar. Dichas enfermedades pueden afectar, no solamente el estado de ánimo y emociones de la persona, también pueden restringir el pensamiento de la persona, hasta el grado que él/ella podría sentirse totalmente atrapado y no ve una salida a su angustia mental. La enfermedad mental puede dañar la capacidad de una persona para razonar claramente; Puede impactar negativamente su sano juicio, de tal manera que la persona que sufre de esta manera es capaz de hacer cosas que, él/ella, sin la enfermedad, nunca consideraría. Trágicamente, a pesar de nuestros mejores esfuerzos de ayudar a la persona que sufre, a veces la enfermedad mental tiene consecuencias fatales.

Aunque la Iglesia enseña que el suicidio es contrario a la voluntad de Dios, que nos dio la vida,[xii] a su vez, la Iglesia reconoce que “los trastornos psicológicos, la angustia, o el temor grave de la prueba, del sufrimiento o de la tortura, pueden disminuir la responsabilidad del suicida”. El Catecismo de la Iglesia Católica continúa instruyéndonos que: “No se debe desesperar por la salvación eterna de aquellas personas que se han dado muerte. Dios puede haberles facilitado por caminos que Él solo conoce, la ocasión de un arrepentimiento salvador.  La Iglesia ora por las personas que han atentado contra su vida”.[xiii]

Las personas que pierden a un ser querido, por suicidio, necesitan particular cuidado y atención, a menudo por considerables periodos de tiempo. Ellos no solamente han perdido a alguien a quien estimaban y sufren una aflicción muy profunda, su intenso duelo frecuentemente se complica por sentimientos de vergüenza, confusión, enojo, o culpabilidad. En su mente, pueden repetir su última conversación con ese ser querido, y preguntarse si hubiesen podido hacer algo más para prevenir esta muerte trágica. Además, a menudo se sienten solos e incomprendidos, como si no pudieran hablar de esto con nadie. Los católicos, debemos transmitirles que no tenemos miedo a iniciar esta difícil conversación, que no deben sentirse avergonzados de hablar acerca de su profunda angustia y pérdida. Aunque la sanación en estas situaciones se da, pero muy lentamente, debemos estar dispuestos a recorrer este largo trayecto con los sobrevivientes del suicidio, para ayudar a consolarlos con nuestra amistad incondicional y con una delicada atención pastoral.

Para concluir, recordemos que el corazón de Cristo—un corazón tanto humano como divino—es desmesuradamente misericordioso.  Es aquí donde ponemos nuestra esperanza. Es en las manos de Cristo, extendidas en la cruz, que confiamos a nuestros seres queridos que sufren, y a todos los que han muerto a consecuencia de una enfermedad mental. Pedimos que los fallecidos puedan encontrar la paz de Dios, una paz que sobrepasa todo entendimiento. Pedimos que los ángeles les den la bienvenida un día, al lugar donde se extinga su pena, donde ya no sufran más.

No sabemos las causas de por qué hay tanto sufrimiento en el mundo. Nuestras vidas se desenvuelven de acuerdo a un plan que a menudo es misterioso, y a veces doloroso.  Son tantas las situaciones en que el significado de los acontecimientos no es tan claro en el momento en que ocurren. Vivimos en un mundo caído, en mal estado; Y cada uno de nosotros está quebrantado hasta cierto grado. Y, sin embargo, sabemos que Dios nunca nos permite sufrir solos.  Creemos que, en la Encarnación de Jesucristo, Dios descendió hasta nuestro nivel. Él viene a encontrarse con nosotros en nuestro sufrimiento, nuestra enfermedad, y nuestra aflicción. Profesamos que Dios caminó entre nosotros, como uno de nosotros; En la persona de Cristo, Él soportó nuestro dolor humano hasta el final. En la cruz y en su agonía, nuestro Señor sufrió, no solamente nuestras aflicciones físicas, sino también nuestra angustia mental.  Desde las profundidades clamamos a él, y él se extiende hasta las profundidades para levantarnos. El reino de Cristo aún no ha llegado a su plenitud, pero sabemos por nuestra fe, que lo hará al final de los tiempos. En ese día, todas las cosas se harán nuevas.

Así como Cristo nunca abandona a nadie, tampoco la Iglesia abandona a los que sufren de enfermedad mental. Alentamos a todos los católicos — al clero, a los religiosos(as) y a los fieles laicos—a que se unan a otras personas de buena voluntad, en esta labor indispensable de sanación y solicitud por los que padecen alguna enfermedad mental. Nuestra fe católica nos brinda este consuelo y ésta firme esperanza, que fortalece nuestro propósito: en la eternidad con Dios, cada cosa bella de nuestra vida, que esté inacabada, quedará completada, todo el bien que esté disperso, se congregará, todo lo que se ha perdido, se encontrará, todas las esperanzas que ahora se ven frustradas, se realizarán, y todo lo roto, finalmente se restaurará.

 

[i] Estas estadísticas y otras del NIMH acerca de la enfermedad mental se pueden encontrar en: https://www.nimh.nih.gov/about/directors/thomas-insel/blog/2015/mental-health-awareness-month-by-the-numbers.shtml

[ii] El aumento en las “muertes por desesperación” (muertes relacionadas al suicidio, las drogas y el alcohol), ver Case, A., & Deaton, A. (2017).  Mortality and morbidity in the 21st century (versión conferencia).  Escrito presentado en la Conferencia BPEA borradores, 23–24 de marzo de 2017.  Texto completo: https://www.brookings.edu/wp-content/uploads/2017/03/6_casedeaton.pdf

Resumen: https://www.brookings.edu/bpea-articles/mortality-and-morbidity-in-the-21st-century/.

[iii] Para estadísticas sobre la epidemia de los opioides, ver la información de Center for Disease Control en:

https://www.cdc.gov/drugoverdose/epidemic/index.html

[iv] Ver información de CDC en: https://wonder.cdc.gov/controller/datarequest/D76;jsessionid=B0DDD4FCF6E25801BA643A0327DD1001

[v] La soledad, reportada entre adultos en los EE.UU., aumentó de 20 por ciento a 40 por ciento desde la década de 1980.  El ex Director General de la Salud Pública de los EE.UU. informó que el aislamiento social es ahora una crisis de salud pública trascendental, a la par con las enfermedades cardíacas o el cáncer.  La soledad se asocia a un mayor riesgo de enfermedades cardíacas, embolia, muerte prematura, y violencia.  Cf. Vivek Murthy, “Work and the Loneliness Epidemic,” Harvard Business Review, 12 de octubre de 2017, disponible en https://hbr.org/cover-story/2017/09/work-and-the-loneliness-epidemic

[vi] San Juan Pablo II, Discurso a los participantes de la Decimoctava Conferencia Internacional promovida por el Consejo Pontificio para la Salud y la Atención Pastoral sobre el Tema de la “Depresión,” 14 de noviembre de 2003.

[vii] Cabe observar en este contexto, que tanto la Asociación Psiquiátrica Americana (American Psychiatric Association) como la Asociación Psicológica Americana, (American Psychological Association) tienen subgrupos dentro de sus organizaciones, específicamente enfocados en unir la psicología, la espiritualidad, y la religión.  También encomiables en este respecto, son las nuevas iniciativas de iglesias locales para fomentar estos diálogos.

[viii] Para una reexaminación general sobre la relación entre la religión y la salud, incluyendo la depresión, el suicidio, y otros resultados de la salud mental, ver VanderWeele, T.J. (2017). Religion and health: a synthesis. En: Peteet, J.R. and Balboni, M.J. (eds.). Spirituality and Religion within the Culture of Medicine: From Evidence to Practice. New York, NY: Oxford University Press, p 357-401, disponible en: https://pik.fas.harvard.edu/files/pik/files/chapter.pdf

Para citar apenas un ejemplo de esta investigación, un reciente estudio sobre el suicidio determinó que, comparado a mujeres que nunca participaron en servicios religiosos, las mujeres que han asistido a cualquier servicio religioso, una vez por semana o más, tienen cinco veces menos probabilidades de suicidarse.  El riesgo más bajo de suicidio ocurrió entre las mujeres católicas que asisten a misa más de una vez por semana. (VanderWeele, T., Li, S., Tsai, A., & Kawachi, I. (2016). Association Between Religious Service Attendance and Lower Suicide Rates Among US Women. JAMA Psychiatry, 73(8), 845-851).

[ix] National Research Council. 2014.  The Growth of Incarceration in the United States: Exploring Causes and Consequences.  Washington, DC: The National Academies Press. https://doi.org/10.17226/18613.  La mitad de todos los reclusos padecen alguna enfermedad mental o desorden de abuso de sustancias; El 15 por ciento de los reclusos, en las penales del estado, han sido diagnosticados con algún desorden psicótico, según el Departamento de Justicia: James DJ, Glaze LE. Mental Health Problems of Prison and Jail Inmates. Washington, DC: US Department of Justice, Office of Justice Programs, Bureau of Justice Statistics; 2006.

[x] Viaje Apostólico a Rio De Janeiro en la Ocasión del XXVIII Jornada Mundial de la Juventud con jóvenes de Argentina, Address of the Holy Father Francis, jueves, 25 de julio de 2013.

[xi] Para las estadísticas sobre el aumento en el índice de suicidios entre 1999 y 2014, ver información del Center for Disease Control en: https://www.cdc.gov/nchs/products/databriefs/db241.htmn

[xii] “El suicidio contradice la inclinación natural del ser humano a conservar y perpetuar su vida”. (CCC, 2281) El suicidio es contrario al justo amor de sí mismo, del prójimo, y el amor a Dios.

[xiii] Catecismo de la Iglesia Católica, números 2280-2283.